jueves, 12 de septiembre de 2013

Del dolor y el dinero



Dolor y dinero (Pain & Gain, 2013, Michael Bay): Dolor y dinero es un auténtico jarro de agua fría en la cara de la más apolillada crítica cinematográfica. En el mejor y más refrescante sentido de la palabra. Michael Bay, uno de los cineastas más forrados de Hollywood, es el centro de los odios y las burlas de una crítica para la cual los pelotazos taquilleros que los estudios le encargan orquestar son una de las principales causas de la decadencia de Occidente. El cine de Michael Bay siempre ha dado lo que ha prometido (aunque con frecuencia sea poco, o sea malo), pero nunca ha sido suficiente para esos críticos despistadísimos que buscan en cada blockbuster del verano un nuevo Ulises.

Lo cierto es que la mayoría de las películas de Michael Bay poseen fecha de caducidad; más entretenidas y mejor realizadas de lo que muchos osarían afirmar (aquí podríamos citar La isla [The Island, 2004]), en el futuro podrán ser pasto de estudios socioculturales, pero según pasen los años el sentido del espectáculo que tan bien representan cambiará, sus efectos especiales serán demasiado antiguos como para que las televisiones los sigan emitiendo, y acabarán por desaparecer irremediablemente de la memoria popular como lágrimas en la lluvia. Pero Michael Bay, hacedor de éxitos de la pirotecnia como La Roca (The Rock, 1996), Pearl Harbor (ídem, 2001) o la por el momento solo tetralogía (¡temblad!) de Transformers (2007, 2009, 2011 & 2014), lo ha logrado. Ya había conseguido que su Armaggedon (ídem, 1998) tuviese una “edición crítica” en la prestigiosa Criterion Collection, lo que no es moco de pavo. También había producido cintas de buen gusto como The Purge: La noche de las bestias (The Purge, 2013, James DeMonaco). Pero ahora ha logrado NO hacer (o “no hacer SOLO”) un taquillazo. Sin robots (a cambio está Dwayne “The Rock” Johnson, quien además se lleva el papel más carismático de la función). Ha hecho una película con un cuarto de su presupuesto habitual, que ronda los 100 millones de machacantes. Ha hecho una película que desprestigia a los que lo desprestigian. Ha hecho una película superlativa, una película genial. 



Dolor y dinero representa una cura de humildad demasiado grande para muchos orgullos. Hay reticencias que parecen insalvables: se deben, entre razones, a una incredulidad que roza el determinismo empirista, y/o por contra a un fanatismo ciego de las políticas autorales y de qualité (“si todas las películas de Michael Bay son vacuas, Dolor y dinero también lo es”, dijo el filósofo). Sinceramente, en esta ocasión no deberían importarnos los antecedentes penales de Michael Bay, ni si es un talento desperdiciado o no lo es, ni si su película llegará a ser aceptada en sociedad: creemos que a él tampoco. Dolor y dinero nos devuelve la sana costumbre de abandonar las filmografías y dejarnos sorprender; y como mínimo, es una película lo suficientemente interesante como para desconfiar de ciertos silencios desdeñosos. La película de Bay no ganará ningún Oscar (es demasiado buena para ello); está condenada a la soledad del multicine y no se queja. Pero a nuestro parecer, es uno de los filmes más especiales de los últimos tiempos, una cinta vitriólica y apasionante. Palabras mayores. 



Por cierto, Dolor y dinero es la segunda obra norteamericana de importancia en lo que llevamos de siglo que tiene como protagonista al mundo del músculo. La otra (de cualidades antitéticas) es “Disciplina” una de los más memorables componentes de un libro de relatos inolvidable, Knockemstiff de Donald Ray Pollock (2011, Libros del Silencio, traducción de Javier Calvo). Pero si el relato de Pollock se trata de una obra maestra en miniatura, una elegía desde el fango, Dolor y dinero es un esperpento. Para los personajes de Pollock, el culturismo es el símbolo de su fracaso y su desgracia, pero también la sola grieta para una redención posible. Mientras en Dolor y dinero el fitness es el resumen de su estupidez,  y el huevo de la serpiente. Con la base de un caso real (el secuestro por parte de una pandilla de gimnasio de un rico empresario de Florida con objeto de apropiarse de toda su fortuna, con los acontecimientos y desgracias ulteriores), Michael Bay monta una crónica negra desmesurada que es en realidad un carnaval, al modo del insuperable y alucinado Oliver Stone de Asesinos natos (Natural Born Killers, 1994): culturistas criminales, cocainómanos iluminados, notarios corruptos, empresarios maníacos, gurús mediáticos, subnormales megalómanos, bailarinas de striptease de Bucarest, magnates de las líneas eróticas, sacerdotes con intenciones equívocas, desfalco, drogas, paraísos fiscales, disfraces ridículos, muchos bikinis, coches de lujo (con matrícula de “Miami BITCH”), asesinato, esteroides, esterilidad, batidos de leche materna, miembros cortados, culpa, remordimientos, estupidez, muertos y otros que no se terminan de morir, garajes llenos de juguetes sexuales y cadáveres, cal y manos quemándose en una barbacoa, e incluso un arquetípico detective con sombrero, desfilan en un más difícil todavía por el abultado paisaje noir de esta epopeya de la vigorexia. 

Me llamo Daniel Lugo, y creo en el fitness, confiesa al inicio el personaje de un genial Mark Wahlberg perverso y atocinado, el “genio” estúpido que idea el secuestro del malencarado Victor Kershaw (Tony Shalhoub). Para el entrenador personal Daniel Lugo, que lleva aumentando los músculos toda su vida, América es para los fuertes, pero su grasa corporal bajo cero aún no ha recibido su parte del pastel, que está en el plato de arrogantes como Kershaw. El fitness como escalada por la fuerza hasta lo alto del podio de la vida, como forma de vida y encarnación del sueño americano. Y a Scarface de héroe nacional. La película nos cuenta la actuación de esta filosofía más allá de las puertas del gimnasio. Podríamos hallar paralelismos con Spring Breakers (2012, Harmony Korine), y no serían ociosos, aunque seguramente irían encaminados a hablar de una especie de Nueva Ola de Cine Hortera, lo que de entrada sería obviar la indudable personalidad propia de la película de Bay. Pero lo más importante: ¿de verdad tenemos que hablar, una y otra vez, de la diferencia entre lo que se representa y el cómo se representa? Los colores del lumpen son más chillones que nunca, lo que parece dificultar la distinción a muchas retinas deslumbradas…



Desde luego, la crónica de culturistas criminales de Michael Bay es un proyecto irrefutablemente personal: la lectura de los artículos de Pete Collins sobre el suceso en el Miami New Times sugirió a Bay la idea para la película hace ya casi veinte años: no estamos ante una mera “puesta en imágenes”, de relumbrón pero mecánica. Es verdad, la filmografía de Bay es pródiga en tics coyunturales/ de moda: cámaras luctuosamente lentas, travellings zozobrantes, imágenes congeladas, montaje espasmódico (y todo ello retocado digitalmente) en lo formal; acción y destrucción en lo temático. Algo que ha llevado a la leyenda negra a ver a Michael Bay como un conjurador descerebrado de todos los vicios, filias y fobias del “audiovisual” de nuestra época. Pero según la profesora Jeanine Basinger, de quien Bay fue alumno predilecto, el director es también alguien que desde sus primeros trabajos (en este caso, fotográficos) reveló poseer “un ojo compositivo increíble, con instinto a la hora de capturar el movimiento” y un “conocimiento natural” de los mecanismos narrativos. Y, al menos en Dolor y dinero, esto sale a relucir, pues su película entra por los ojos al ritmo de una partitura imparable. 



Aunque este logro no es solo suyo. El Michel Bay de Transformers no es, como tanto se ha dicho, un cineasta barroco, sino rococó (esto es, lujoso, festivo, afectado, superficial y vagamente sensualista). El barroco necesita de un trasfondo de significado al que la forma retuerce, da volumen y apostilla, y a la postre completa, amplifica y realiza plenamente. Es gracias al soberbio guión de Christopher Markus y Stephen McFeely que Michael Bay puede ser, por fin, un barroco. Nada hacía tampoco presagiar la bilis satírica que los escritores de Capitán América (Captain America: The first avenger, 2011, Joe Johnston) demuestran en este guión de estructura polifónica (en el cual la voz de personajes circunstanciales como el detective Ed DuBois III [Ed Harris] y la stripper Sorina (Bar Paly) también está incluida) y complejo andamiaje. Quizá era esta la chispa que la dirección de Bay necesitaba para mostrar virtuosismo: esta es como una inyección de esteroides, pues todo resulta magnificado en Dolor y dinero, desde la fotografía explosiva de Ben Seresin a cada ángulo de cámara, gesto y  réplica de diálogo, a veces hasta un punto sorpresivo. Parece que lo que vemos pasa por el filtro de la mente de alguien como Daniel Lugo, aunque la narración, polifónica como hemos apuntado, con un dominio absoluto del distanciamiento irónico, va más allá. Escritores y director han conseguido otorgar a su película de un tono peculiar: aunque parezca mentira, todavía dudamos al terminarla de que se trate una comedia. En ese sentido, el letrero momentos antes de la conclusión que nos asegura que ESTO SIGUE SIENDO UNA HISTORIA VERÍDICA resulta revelador: lejos del chiste gratuito, el letrero es un recordatorio que nos obliga a replantearnos el sentido de prácticamente todo lo que hemos visto anteriormente con estupefacción fascinada. Incluso se tiene la suficiente sangre fría para ampliar los ecos de la obra y hacer del final de Daniel Lugo ambigua elegía: la farsa, como en tantas ocasiones, encubre la tragedia, y Dolor y dinero no deja de ser, también, una de ambición, venganza, y caída. 



Bay, Markus y McFeely han hecho epopeya de lo grotesco, lo tremebundo y lo estúpido, sátira de largo aliento de una crónica negra, y de todo ello un carnaval barroco y desaforado sobre la banalidad (o el Mal), una parada de los frikis cuya agudeza a la hora de diseccionar nuestro distorsionado presente resulta demoledora. La admonición del detective Ed DuBois al fin de la película a refugiarse en las cosas sencillas de la vida se nos antoja de un estoicismo deseable pero imposible ante tanta barbaridad.

En conclusión, si su filmografía se acabase ahora mismo, quizás Michael Bay aparecería en los manuales del futuro como un artesano cuya obra aglutina todos los vicios, tics, filias y fobias típicos de su época, y como el autor de una película portentosa. Solo quizás: todavía no se ha acabado. ¡¡Temblad!!



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