domingo, 24 de febrero de 2013

El lado bueno de las cosas




El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, David O. Russell, 2012):  Desde Alguien voló sobre el nido del cuco (One flew over the cuckoo’s nest, Milos Forman, 1975) hasta The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), el protagonista del cine americano está cada vez peor de la cabeza. Los conflictos de los personajes, más que nunca, empiezan por ellos mismos,  e incluso como sucede con los protagonistas de Christopher Nolan, se juegan dentro de su propia mente. Su problemática se inicia a su entrada o su salida del psiquiatra, cuando no del manicomio. La constatación  de la neurosis del mundo  ha hecho del enfermo mental o simplemente del loco la figura más recurrente y a la vez fascinante tanto para el creador como para el espectador; no olvidemos que en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), una de las películas fundadoras del cine moderno, se crea la figura del psycho-killer. La neurosis, en su infinita gama de grados y variedades, puede ser tanto origen del mal como consecuencia traumática e indeleble de la más tierna infancia, tanto enfermedad del alma como producto del vacío o el mero estrés, o sencillamente simpática extravagancia. En esa cada vez difusa esfera que algún día se denominó comedia indie, aquella en la que lo cómico siempre se disfraza con los ropajes propios del drama, la enfermedad más diagnosticada suele ser la depresión, provocada por las más diversas frustraciones, amatorias predominantemente: así y en distinto modo en Entre copas (Sideways, Alexander Payne, 2003), ¡Olvídate de mí! (Eternal sunshine of the spotless mind, Michel Gondry, 2004), Pequeña Miss Sunshine (Litlle Miss Sunshine, J. Dayton & V. Fanis, 2006), y también El lado bueno de las cosas, una cinta que filtrea con el indie a la par que se apoya en los recursos del star-system. Apuntemos que esto, que en un principio puede levantar ciertas antipatías, es independiente de su resultado. El lado bueno de las cosas es una película original que no se desmarca ni rehúye de lo convencional. Es una película estupenda y honesta, a pesar de haberse realizado con la pretensión de que ganara premios a mansalva y de que sus estrellas se lucieran todo lo posible. En esta ocasión, al menos, había algo que lucir.

Pero hablábamos de enfermedad y estados mentales.  El protagonista de la película escrita y dirigida por David O. Russell (a partir de la base novelesca de Matthew Quick), Pat Solitano (Bradley Cooper), es un individuo que conjuga una bipolaridad de ribetes violentos  y sin remediar con la frustración causada por la infidelidad de su esposa, verdadera desencadenante de su desorden psicológico, antes agazapado. El Pat cuya compasiva madre (Jacki Weaver) saca del sanatorio tiempo después del desastre es una auténtica bomba de relojería emocional. Imbuido de un exacerbado optimismo propio de manual de autoayuda que le lleva a tirar por la ventana a Ernest Hemingway, lo único que se ha sustituido en Pat es la depresión y la ira por un programa de buenas intenciones para recobrar a su mujer. Tras jornadas de patetismo y tropiezos surrealistas con locos y amargados quizás mucho más locos y amargados que él (pero con más coartadas para serlo), su programa será puesto en marcha, y también a la larga remodelado, a su encuentro con la por igual inestable Tiffany (Jennifer Lawrence), cuya enfermedad,  desplegada  por la muerte temprana de su marido, colinda con la ninfomanía (y la adicción al sexo vuelve y se repite: Shame [Steve McQueen, 2012], la próxima Don Jon’s Addiction [Joseph-Gordon Levitt, 2013]). También entonces la película se remodela y se hace más visiblemente romántica, pero así tenía que ser: esta no es el relato de los estragos del desarreglo mental y la estigmatización del enfermo, sino la historia de dos seres rotos en busca de la estabilidad emocional y psicológica, sinónimo en manual de autoayuda de ser felices. Aún de todas formas: neurosis y trastorno psíquico como puntos de partida.

David O. Russell cuenta su película con gozoso entusiasmo, imprimiéndola una energía contagiosa que nos obliga a implicarnos en todo lo que se nos muestra. Me encanta el cinema verité. Soy alérgico a las grúas, los dollys y los trípodes. Me gusta filmar de la misma forma que lo hace mi hijo con su móvil, porque me parece mucho más real[1], declara. Estas afirmaciones, que podrían ser para echarse a temblar, cristalizan en excelentes resultados en El lado bueno de las cosas: el director acompaña a sus personajes a cada paso, y es en este acercamiento (comprensivo, irónico y nunca gratuito, ni tampoco pseudodocumental), donde la película halla su emoción y autenticidad. La cámara se ajusta, y de ese modo transmite formidablemente, al estado anímico de los personajes: así, se produce hacia la mitad de la cinta un requiebro formal paralelo al temático, en concreto cuando Pat vuelve a tomar la medicación dictada por su psiquiatra, y la figura de  Tiffany  aparece en su particular camino de perfección. La narración se serena entonces, pero hasta ese momento esta, llena de abruptos cambios de secuencia y plano cuales tics y presidida por el incontinente movimiento de la cámara, se ha correspondido con el dinamismo nervioso que dominaba al personaje. El método es sencillo, y además eficaz en extremo; no es por establecer parangones polémicos (mas pertinentes) para los que han minusvalorado la realización de O. Russell, pero su estrategia fílmica  de plasmar el desequilibrio en la realización no está demasiado alejada, pretensiones ulteriores de cada película aparte, a la empleada por Paul Thomas Anderson en su última cinta… El lado bueno de las cosas, que incluye en sus compases finales incluso un insinuado discurso sobre la dicotomía causalidad-casualidad seguro muy caro al autor de Extrañas coincidencias (I heart huckabees, 2004), culmina con la antológica secuencia del concurso de baile, verdaderamente emocionante. Y símbolo de una película cuya ternura e inusual pulso narrativo son dignos del mejor clasicismo. Una estupenda banda sonora acentúa su suave melancolía, la cual, como en la mejor comedia indie, es la del ridículo y trágico cotidiano. Por supuesto nada de esto sería posible sin la labor de un reparto, inclusive hasta Chris Tucker, que lo borda y se recrea en ello. Robert De Niro está estupendo como maniático obsesivo para el que colocar los mandos del televisor supone conjurar a los Hados, y Bradley Cooper y Jennifer Lawrence forman una de esas parejas cinematográficas que permanecen en la memoria. Su química en el viejo Hollywood ya les hubiera convertido en pareja de hecho para unas cuantas películas; la prueba de fuego es que en el actual, adicto a las repeticiones pero no precisamente de ese estilo, están a punto de estrenar juntos nueva cinta.


 
                                                                              


[1] Entrevista realizada por Gabriel Lerman, Dirigido por…, Nº 408 Febrero 2011, pág. 35.

lunes, 18 de febrero de 2013

Mamá






Mamá (Mama, 2013, Andrés Muschietti): Mamá es de producción canadiense y también española, y equipo artístico hispano prácticamente en su totalidad. Supone el debut en el largometraje de su director y guionista, Andrés Muschietti, un debut por todo lo alto, esto es, un debut hollywoodense. Apadrinado por la marca Guillermo del Toro y con la emergente (y excelente) Jessica Chastain (la cual por primera vez no aparece pelirroja, quizás en un acto de autoconsciente desencasillamiento que es ya signo de plena consolidación en la industria) encabezando su cartel, Muschietti se ha paseado por la taquilla USA como Pedro por su casa, y su número uno ha hecho olvidar completamente que se trata en todos los sentidos de un recién llegado. Lo heteróclito de una producción como Mamá y su consiguiente éxito es señal, buena, de las grietas que existen en el cine norteamericano, y de su elevada capacidad de permeabilidad, que por otra parte siempre ha tenido aunque ahora seamos más conscientes de ella. Sin embargo, en el caso de Mamá esta permeabilidad supone un problema; la película no se ha tenido que colar por grieta alguna porque en el fondo y en la forma es un moderno filme americano de terror. En definitiva, no se trataba de  abrir nuevos caminos sino solo de pagar los establecidos peajes.

Hemos de señalar que la Mamá de Muschietti es una película apreciable, muy superior al resto de producciones Del Toro y a la alabada y mediocre Insidious (2011, James Wann), por citar una película reciente que, al igual que la de Muschietti, abandona el gore para abrazar una temática más clásica como es la de los fantasmas y las casas encantadas. Sin embargo, en películas como Insidious tendríamos que hablar más bien de  cine de casa del terror, al modo de (cutre) parque de atracciones: una nueva prueba para las teóricos de la regresión del cine a la barraca de feria. Mamá, tristemente, se inserta también en esta tendencia dominante  del susto continuado, de la máxima efectividad en perjuicio de la atmósfera y el trabajo iconográfico, ambos elementos desechados por el cine de terror contemporáneo más comercial (y, lo que es más preocupante, también por parte del menos).Y eso que a la película no le faltan pretensiones; en Mamá se llega incluso a ofrecer  una sugestiva definición del fantasma considerado como deformación o anomalía, destinada a repetirse hasta la reparación de la injusticia que es en realidad su causa y origen (el tema de la infancia, en cambio, no es sino otro trillado cliché de este tipo de cine y así se encuentra desarrollado, un tópico que los esforzados publicistas y críticos de salón pretenden elevar a rasgo autoral del cine de Del Toro, que para más inri este expande en otras producciones a diestro y siniestro). Es una pena que esta visión no se exponga con más cuidado y enjundia en la película, a pesar de los interesantes apuntes de la conclusión: ojalá la influencia de un autor como el maravilloso M. R. James hubiera ido más allá de Jacques Tourneur. Y sobre todo, a pesar del buen dominio por parte de Muschietti del plano-secuencia, del  magnífico sueño o  flashback que informa del origen de la injusticia, y de la aterradora presencia de las polillas. A base de elegancia y buen gusto en la puesta en escena (un poco como hace poco John Carpenter con la notable The Ward [2010]), Muschietti salva a su película de lo rutinario, pero no alcanza a encubrir su convencionalidad claudicante, el coste de sus peajes.

Retina

El inmisericorde ritmo del film carecía de significado sin un visionado que lo correspondiese, sin el individuo cuya alerta absoluta no traicionara lo que estaba requiriendo (...). Esa era la clave. Ver lo que allí se encuentra, mirar y saber que se está mirando, sentir transcurrir el tiempo, estar vivo para lo que sucede en los más ínfimos registros del movimento.

Don DeLillo, Punto Omega