martes, 23 de junio de 2020

Crítica: The Blue Iguana (1988, John Lafia)




The Blue Iguana es una de esas películas que no han entrado en la sección de verdaderas películas de culto aunque tengan todo el derecho a ello y te resulte incomprensible una vez que la has terminado. Su existencia está en otro nivel, subterráneo. El estante de los 80 está repleto, con más o menos razón, y a veces Walter Hill y compañía no dejan sitio para nadie más. Pero la película dirigida y escrita por John Lafia es uno de los mejores neonoirs de la era antes de Tarantino que conozco. La película se anticipa al frenesí, a la joie de vivre cinéfila de Amor a quemarropa.

La película es una gozada. Es todo lo que buscas de una determinada estética, un objeto sin aristas que la condensa vivamente. Te imaginas a las Ray-Ban de Sonny Crockett leyendo una cartelera de neón en la que pone COOL, y se refiere a esta película. Es rock and roll. Los que la han hecho se nota que han querido hacer esa clase de película de serie B que de verdad querrían ver, ni más ni menos, y han dejado volar la imaginación y la creatividad con alegría contagiosa.

No es habitual en mí, pero compré la película solo por su póster; es así de bueno. Lo mejor de todo es que la película tiene varios pósteres y TODOS son buenos. Lo todavía mejor es que los títulos de crédito son mejores que todos los pósteres juntos. Tenía The Blue Iguana en la fila de los próximos visionados y cuando busqué, justo antes de verla, alguna información por internet, me enteré del reciente suicidio de Lafia. Cuesta entender que esta película no haya tenido más éxito. John Lafia continuó con una secuela de Chucky y en la serie B, en el cine de terror, con un par de cintas aún más precarias. Dan ganas de verlas todas. Pero no quería ni empezar ni terminar la reseña con esa información triste, porque no es la sensación que deja la película.

Tras los mencionados créditos, The Blue Iguana comienza con una maravillosa presentación del detective, con esa sensación noir de madrugada fatalista. Poco después, comienza la aventura en el paraíso fiscal de Diablo, en la que hasta los ataúdes son de color pastel, y ahí, como el propio protagonista, ya no te puedes escapar. La película avanza como los personajes de El mundo está loco, loco, loco/Ratas a la carrera van a por el dinero de la piñata. La acción es imparable. Los diálogos son divertidísimos. La fotografía colorista es genial. La banda sonora, que va de James Brown a los Platters, una pasada. Todo es compulsivo, funky, dinamitero y juguetón.

Como neonoir, es una película referencial e híbrida. No cuesta descubrir que se trata de una versión apenas encubierta de Por un puñado de dólares: y el espíritu trickster de Leone está perfectamente integrado en esta aventura de cine negro. Y luego, el espíritu de cómic, de cartoon. Lo provoca la fuerza cinética unida a esos colores pastel chillones. En Letterbox he leído a alguien comparar la actuación de Dylan McDermott con un cruce de Bugs Bunny y Sam Spade, y es cierto (también, siguiendo con Hammett, con el Agente de la Continental). Y no es el único, porque alguno de los villanos parece el Demonio de Tasmania. En los mejores momentos, The Blue Iguana es un cómic de Carl Barks pero con argumento de Frank Miller. ¡Buah, menudas explosiones! La cosa es que todo está destilado en el punto justo.

La imaginaria ciudad de la película, Diablo, es un poco como la película en sí. Es un no-lugar tropical al que solo llegan los depósitos de dinero negro de improbables villanos. En paralelo, no digo que tengas que ser un criminal internacional o un inspector de Hacienda para llegar a esta película, pero tiene algo de exótico y disparatado lo de enterarte de que existe y verla. Es una aventura de catacumba para cinéfagos, una en la que por fin está el botín que sabías que buscabas. Es esa clase de hallazgo, es esa clase de “buena película”.

La iguana azul del título tiene mucho de MacGuffin totémico. La canción del comienzo lo intenta aclarar, “play cool like a blue iguana”, pero queda esotérico. Tiene forma de iguana el mechero del detective, y la iguana azul es el nombre del club en el que se desarrolla buena parte de la acción, cuya fachada es del mismo color azul celeste que los ataúdes repletos de billetes y ametrallados. En el tráiler en castellano, el protagonista dice al final una frase que en la película no sale: “Si lo consigo, me largaré de la ciudad. Si no, enterradme bajo El iguana azul”. Esa iguana, que es como una atmósfera, es el verdadero botín. El final de la película es veladamente feliz y sabio y viene a decirlo.

Lo que uno quiere es quedarse bebiendo chupitos de Johnnie Walker y escuchando cantar en la penumbra a Pamela Gidley dentro de The Blue Iguana. También es como cuando descubres esa canción menos conocida en un álbum, que se convierte en la que no puedes dejar de escuchar. Se está muy a gusto dentro de esta película. Eso no puede decirse de unas cuantas obras maestras. Si estuvieras loco de remate, entendería que te la quisieras poner en bucle. A mí casi me dan ganas de hacerlo, y también me entran muchísimas ganas de verla con unos amigos en una noche de películas (incluso verla en solitario se parece a eso), de que sea más larga y de que tarde mucho más en terminarse.