domingo, 16 de junio de 2013

Cine &/vs Literatura: El gran Gatsby 2013

























 Through all he said, even through his apalling sentimentality, I was reminded of something- an elusive rhythm, a fragment of lost words, that I had heard somewhere a long time ago.


El gran Gatsby (The Great Gatsby, Baz Luhrmann, 2013): ¿Una nueva versión cinematográfica de El Gran Gatsby (1926)? ¿Y por qué no? 


1. No es de extrañar, en nuestra actual situación de omnicrisis, que la plasmación novelística llevada a cabo por Francis Scott Fitzgerald de los roaring twenties golpee más que nunca en el inconsciente colectivo, al modo de descripción a la vez reprobatoria y nostálgica de la época del exceso vista como antesala y causa del desastre. Los paralelismos son válidos (como también lo son con respecto a la novela, aunque el texto de Fitzgerald fuese escrito antes de que hubiera ningún crack), aunque todo hay que decir que no parecen estos el principal objetivo de una cinta (por cierto, abierta partidaria del exceso) que no los fuerza en absoluto, ciñéndose de una manera hasta cierto punto sorprendente al punto de vista de la novela de Scott Fitzgerald. Que no es otro que el de Nick Carraway (con el rostro de un Tobey Maguire  soberbio que le va como anillo al dedo), aquí convertido en alcohólico escritor ad hoc, en una un tanto innecesaria sobreidentificación entre autor y personaje. Un personaje que vive la historia (la mayúscula y la minúscula) y la juzga desde dentro; esto es, que no está por encima o adelantado a ella. Nick Carraway “es” Fitzgerald no en relación a ninguna circunstancia biográfica específica, sino porque en él se halla la decisión narrativa del escritor: Carraway define lo general desde su particular, desde su experiencia de actuante limitado y testigo privilegiado (pero testigo, y por ello también limitado al fin y al cabo): como espectador, hombre-cámara, recogedor de testimonios, recuerdos y de otras voces distintas a la suya. Como también el escritor en su propia vida, es a veces participante de lo que luego se reprocha, oscilante como el mismo entre la fascinación y el escándalo. Scott Fitzgerlad llevó a cabo en diferentes obras otras decisiones narrativas, no menos geniales y legítimas, pero el método narrativo en El gran Gatsby es sin duda uno de los elementos que la convierten en la obra maestra que es, y también uno de los que hacen tan perdurable y definitiva a su visión de época: Fitzgerald define su contexto como sin querer, pues sus personajes (sus acciones, sus lugares, sus modos de vida) ya lo hacen por él. Nick Carraway es la perfecta síntesis narrador protagonista del nuevo siglo (XX) y narrador decimonónico, el que combina la objetividad y la poesía, el sintetizador de voces y testimonios, del exterior (la historia) y del interior (el autor) y de por supuesto sí mismo; narrador que, en cambio, es todavía guía, es todavía narrador. La película de Baz Luhrmann se toma al pie de la letra el punto de vista de la novela, certificando su validez. 



La cinta es una adaptación, una transcripción cinematográfica de la novela, en modo alguno una versión: nada tendría de malo que lo fuera en cuanto a su posible calidad, saberlo únicamente nos sirve para enfrentarnos mejor a ella, para calibrar nuestro horizonte de expectativas. Además, para eso está ya Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), la obra cinematográfica más gatsbiana jamás realizada. La diferencia respecto a otras adaptaciones recientes de grandes novelas, como la plúmbea Anna Karenina de Joe Wright o el mediocrísimo On the road perpetrado por Walter Salles, que convierten sus narraciones en ornamentada letra muerta, es que en El gran Gatsby de Luhrmann hay una voluntad de comprensión y viveza y una implicación artística por completo ausente en ambas. Y que no quedándose en el mero voluntarismo cristaliza en una obra irregular pero atractiva y a contracorriente: El gran Gatsby de Baz Luhrmann no es la rancia película académica de temporada, sino un blockbuster preveraniego y en 3D que se toma muy en serio a Francis Scott Fitzgerald.






2. Hay muchas cosas buenas que decir de este Gran Gatsby, empezando por un ramillete de interpretaciones realmente magníficas (Leonardo DiCaprio, Calvin Candie aparte, probablemente nunca ha estado mejor). La pirotecnia de Baz Luhrmann, siempre al borde del lujoso horterismo de Broadway (esos cursis ralentís y trasquilones digitales), está aquí no más controlada sino más complementada con lo contado, y consigue salir airosa del intento: momentos de enorme fuerza dramática como el del encontronazo culmen entre Gatsby y Tom Buchanan (Joel Edgerton) contradicen a aquellos que dicen que Luhrmann es incapaz de “airear” su puesta en escena. Su banda sonora “actualizada”, tan tontamente polémica, nos parece uno de los mejores hallazgos de la película, y nos atreveríamos a decir incluso que no acaba de aprovecharse del todo, aunque otorgue secuencias tan sugestivas como la de la borrachera de Nick Carraway en su escapada con Tom a la capital. Por el contrario, el director no se libra del lugar común: ahí tenemos la artimaña de la máquina de escribir y estampado de palabras en la pantalla, presunta pleitesía a la Palabra impresa que denota solo torpeza narrativa, aunque en Luhrmann sea más recurso videoclipero que otra cosa (lo que no quita que siga siendo igual de molesto). 



Hemos dicho antes que Luhrmann se toma al pie de la letra a Fitzgerald; pero esto no puede implicar únicamente “ceñirse a los hechos”. El gran Gatsby es la última gran novela romántica; demuestra, como ninguna otra obra de la Generación Perdida, que su malestar no es sino un nuevo o prolongado mal de siglo. Hay algo que recorre todo el tiempo la novela de Scott Fitzgerald, expectante siempre en el horizonte, como la luz del faro en el malecón de Daisy Buchanan, que Gatsby observa desde la playa. Esa luz verde, símbolo para Gatsby de su amor por Daisy, es además el símbolo de la novela. Porque su romanticismo desmesurado (Jay Gatsby es, parafraseando al primer Fitzgerald de A este lado del paraíso, un ególatra romántico que acaba fuera de sitio y fuera de época) es también símbolo de algo tan etéreo como la luz que se nos escapa de las manos mientras nos sigue deslumbrando con su resplandor. Por eso El gran Gatsby no es una novela sobre el pasado, sino sobre el anhelo que nunca termina realizado, sobre el orgiástico futuro que se pierde a medida que avanza y por ello se entremezcla con lo perdido, como resume en paradoja esa frase última que a quien haya leído la novela no abandona nunca. El deseo de Gatsby no es reconstruir un simulacro del pasado sino hallar, ¿recuperar?, algo proporcional a su capacidad de asombro: su ambición es tan supremamente trágica como la que imbuye la persecución del capitán Achab en pos de Moby Dick (la Gran Novela Americana es a menudo la que pugna por ir más allá y más allá hasta el descubrimiento último, como una nueva conquista del Oeste).

Una adaptación de El gran Gatsby no puede considerarse digna de tal nombre si no refleja toda esta melancolía, y aunque Luhrmann se vaya a veces por las ramas, nos da esa maravillosa imagen que lo condensa todo, la de Jay Gatsby dando la espalda a tierra, la de la tensión de su mano estirándose irreprimiblemente hacia la otra orilla. Luhrmann no ha olvidado a la luz verde, y eso es a la postre lo que ha logrado que salga airoso del intento.


 

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