Winter’s
Bone (Winter’s Bone, Debra Granik,
2010): Sin
duda, lo que a priori más nos atrae en
Winter’s Bone no es la acción sino el
escenario, o más bien el cómo este se nos presenta: el invierno en la región
montañosa de Ozark, situada al suroeste de Misuri y en continuación más allá hacia los estados
de Arkansas y Oklahoma. Un invierno en gris terroso, como un espectro pálido
que acentuase su inmovilismo, que hiciese todavía más nebuloso e impenetrable
el secreto de estas tierras agrestes, inmensas y anónimas, que parecen sin
estarlo recubiertas de nieve sucia; un invierno que se presiente helado como un
cadáver.
En
realidad, no se trata del escenario en sí sino de lo que su anonimia e
inmensidad ocultan (aunque como sucede siempre en el espacio del oeste
americano, es de un modo u otro la tierra la que determina y domina a sus habitantes,
intrusos en un espacio hostil que precisa de conquista continua): la vida
escondida de gentes curtidas por el medio y la pobreza, un microcosmos de
chabolas aisladas kilómetros entre sí pero a la vez pertenecientes todas a una
misma red de parentesco siniestramente endogámica. Comunidades cerradas a las
que nada llega de la “civilización” salvo el tráfico de drogas, que hace más mella
que todas las hostilidades del terreno juntas. En realidad, lo que se nos
cuenta en Winter’s Bone es la
proliferación de la podredumbre dentro de lo oculto, de los secretos que el
silencio y el aislamiento favorecen y convierten en más silencio. El
descubrimiento de ello vendrá de la mano de lo acaecido a la joven Ree
(magnífica, como viene siendo habitual, Jennifer Lawrence). El encarcelamiento de
su padre, trabajador en un laboratorio químico de drogas, y la incapacidad de
su madre han hecho de ella (cuyo sueño
es alistarse en el ejército) la cabeza de su desestabilizada familia. Las
penurias económicas sufridas se verán puestas al límite al descubrirse que el
padre puso como fianza ante el juez su casa, y que este debe presentarse a
juicio si no quieren que les sea embargada. Pero su padre ha desaparecido.
La
búsqueda que adentrará a Ree en las redes de la “mafia” de los Ozark (y así la
enfrentará con sus parientes, empezando por su tío y cocainómano Lágrima, un John Hawkes esquelético
hasta la radiografía) se transforma además en un proceso hacia la madurez, que no es
otra cosa que el descubrimiento de lo siniestro y lo que está mal en el mundo.
Mas Winter’s Bone no es un Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986, David Lynch), aunque la sombra de Twink Peaks sea alargada: la
investigación detectivesca que lleva al “desenmascaramiento” de la inocencia no
implica el descenso a los abismos del Mal de la canónica película de Lynch. En
el filme de Granik no hay estudio de la maldad: todo se intuye y nada se
desvela y al final todo queda oculto y sepultado, aunque una no-presencia
surja de las aguas antes de morir definitivamente. El extrañamiento ante lo
cotidiano no viene del descubrimiento sino de sus ecos, de lo que se calla y no
queda resuelto y permanece. La visión desapasionada que se busca, naturalista y
estoica, que no se entromete nunca en el personaje y lo mira (observa) indisoluble
del agreste entorno, guarda conscientes ecos de Cormac McCarthy (como seguro los guarda la novela en que se basa la película, de Daniel Woodrell, quien define sugerentemente su obra como country noir).
Winter’s Bone,
la cinta indie (ese témino inventado
por Robert Redford) “seria” y/o “dramática” mimada de la crítica en el curso
2010-2011, fue saludada como la prometedora puesta de largo de su directora y
coguionista, Debra Granik (su segunda película tras una ópera prima con también hueso en el título, Down to the bone [2004]; no la hemos
visto). Resulta paradójico que en este caso la celebración de los méritos
comience (como usualmente lo hace) por la dirección, porque si algo frena las
ambiciones de Winter’s Bone e impide
que se convierta en la gran película que podía haber sido es la puesta en
escena de Granik. Su cámara confunde el distanciamiento con el desapego, la
contención con la falta de intensidad. Su dirección no
es torpe, ni siquiera equivocada, sino discreta y falta de riesgo. El trabajo
fotográfico de Michael McDonough, por ejemplo, queda deslucido por esta discreción; lo
telúrico y a la vez fantasmagórico del paisaje se diluye en la estampa, más o
menos brillante. Falta una contundencia y una sequedad en la narración que eran
precisas y que hace indolora una secuencia clave como la del “descubrimiento”
en el lago. Falta, sobre todo, volumen en los silencios, sugerencia y
reverberación en las lagunas. Unos hermanos Coen que fuesen al mismo tiempo los
Coen de Fargo (íd. 1996), los de No es país
para viejos (No country for old men,
2007) y Valor de ley (True Grit, 2007), por realizar una
elucubración imposible, hubieran logrado una extrañísima pieza de cámara
reapropiándose de este cuento cruel country. Granik, al menos,
es dura y contundente, y de esa forma también poética y melancólica, en el mejor
momento posible: en un final en el que todo ha terminado y nada se ha resuelto,
rubricado por la música del Farther along,
en el que suena el silencio y la tristeza y lo que está más allá.
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