Gorrión
rojo (Red Sparrow, Francis Lawrence, 2018) es
probablemente mi estreno favorito de lo que llevamos de año, y sin
duda el que más se merece una debida reivindicación. La película
de Francis Lawrence ha sido rápidamente despachada (aun con un
puñado de buenas críticas) entre el habitual maremágnum de cine de
todo a cien. Es el precio a pagar por no encontrarnos ni con una
película comercial al uso ni con el típico producto prescrito para
la fácil digestión de los críticos. Se ha catalogado a Gorrión
rojo como un blockbuster fallido, pero tengo la sospecha
de que si nos encontrásemos con una película de los 70, la era
dorada del cine de estudios para adultos que muchos críticos y
cinéfilos añoran en el cine norteamericano (y con razón), sería
considerada toda una película de culto. Hoy, donde a la nostalgia
inepta se superponen una simplonería, un infantilismo y una blandura
rampantes, es fácil que una película como esta se pierda entre el
montón, no sin unos previos alzamientos de cejas. Es fácil: se
cataloga de “fallida” la que es una obra artística incómoda
hacia las soluciones fáciles, de “falta de contenido” a la que
presenta un discurso sin los discursos de rigor, de “pulp”
e “inverosímil” a la que demuestra inventiva constante y riesgo
argumental… Siempre, siempre las simplificaciones de la
mediocridad. Pero los que, al margen de todo esto, se aventuren con
Gorrión rojo se encontrarán con una película adulta,
provocativa y absorbente de primer nivel, y con una de las más
magistrales piezas del género de espionaje que recuerdo en años.
Buen
parte de este éxito radica en una protagonista cuyo recorrido en el
arco argumental me parece, asimismo, uno de los más sobrecogedores
del cine reciente. Si Gorrión rojo sorprende por su visión
demoledora del espionaje, todo se inicia con el proceso de demolición
de Dominika Egorova (Jennifer Lawrence). A la que conocemos como una
bailarina superdotada, completamente entregada a su vocación.
Dominika es, literalmente, un pájaro de fuego, que se eleva
con su don hasta lo más alto. Sin embargo, una artimaña envidiosa y
fatal truncará de repente la dedicación de Dominika al ballet,
hasta el punto de imposibilitarla por completo. De este modo
fatídico, nos encontramos con un ser herido de muerte, un ave a la
que han cortado las alas, para convertirla en un pájaro indefenso y
empequeñecido, en un gorrión. La alternativa, dada por su
insidioso tío Egorov (Matthias Schoenaerts) ya es solo la
supervivencia de ella y de su madre enferma. Y, casi inmediatamente,
la mera lucha por la vida: la entrada en los servicios secretos
rusos, dentro del restringido cuerpo de los “Gorriones rojos”.
Una misión que se nos desvela en unas escenas de entrenamiento cuyo
súbito impacto nos retrotrae a la perversidad sadiana del Pasolini
de Salò, o los 120 días de Sodoma (Pier Paolo
Pasolini, 1974). Para los Gorriones, el ser humano es un “puzzle de
necesidades” en un mundo de sangre y semen, que pueden ser
manipuladas al antojo de quien sepa conocerlas y accionarlas.
Dominika, de la integridad del pájaro de fuego, pasa a convertirse
en un cuerpo, un cuerpo con un alma desconocida, intercambiable según
sus objetivos. Y con ello, a descubrir junto al espectador algo
todavía más impactante: sus habilidades superdotadas para
desenvolverse en este corazón de las tinieblas…
Dominika
Egorova sería impensable sin la absolutamente magnética actuación
de Jennifer Lawrence, que llena de forma hipnótica cada plano de la
película por derecho propio. No creo que sea exagerado afirmar que
estemos ante la aparición más memorable de la actriz hasta la
fecha, aunque su director, Francis Lawrence ya la había elevado a la
categoría de presencia icónica en las secuelas de la obra maestra
del cine apocalíptico juvenil que es Los
juegos del hambre (En
llamas [2013],
Sinsajo. Parte 1
[2014] y Sinsajo. Parte
2 [2015]). Algo del
enfoque épico de esta genial trilogía de secuelas (con las que
Gorrión rojo comparte
la fotografía de Jo Willems, de estilizada sobriedad, caracterizada
por sus matices ígneos), y desde luego mucho de su tono de gravedad
sombría, se hallan en la visión del Lawrence de Gorrión
rojo. No sé si nos
encontramos ante un director de gran personalidad, y poco importa:
pero con los materiales adecuados, la excelencia se halla fácilmente
a su alcance.
Pocas
visiones más desoladoras y siniestras del universo del espionaje se
han podido ver en el cine que esta. La mirada de Lawrence sirve a la
perfección para plasmar la del guion de Justin Haythe, basada (al
parecer, con sustanciales cambios) en una novela del ex-agente de la
CIA Jason Matthews. Ya habíamos tomado nota de Haythe en la
escritura de la estupenda e igualmente infravalorada La cura del
bienestar (A Cure for Wellness, Gore Verbinski, 2017).
Haythe da un paso más allá en Gorrión rojo, pero ambos
largometrajes conforman un díptico con acusada idiosincrasia propia
(y que, ojalá, tenga continuidad): dos películas de sensibilidad
decadentista, en las que el vacío del presente es observado a través
de lentes pesadillescas. Haythe y Lawrence trasladan una historia
delirante más propia de la Guerra Fría a prácticamente el terreno
de la distopía. Como en La cura del bienestar, nos
encontramos con una catábasis llena de meandros kafkianos y
folletinescos, compulsiones góticas y escenas de violencia brutales
y antológicas. Tras acompañar a Dominika en este diabólico
periplo, queda la vuelta al Bolshói, una nueva mirada a la vocación
truncada que, en un par de planos, sobrecoge. Y sin embargo, hay en
este cuento cruel un atisbo para la redención: en un universo de
mentira, perversidad y fracaso, todavía es posible para Dominika y
Nate Nash (el siempre excelente Joel Edgerton) oír la música de
la vocación sonar en otros ámbitos de la vida.
Junto
a todas estas consideraciones, Gorrión rojo nos ofrece lo que
solo las más fascinantes muestras del género de espionaje son
capaces de ofrecer. Sumergirnos en un laberinto en el que junto al
espía nos movemos al borde del peligro, en viaje frenético por la
cara oculta del mundo, desde los ambientes más esplendorosos a las
cloacas más fétidas, una cara que quizás nos gustaría no haber
conocido nunca, y quizás ya tampoco abandonar. Al borde del vértigo,
en misiones en las que las identidades se disuelven y solo quedan las
partidas de ajedrez en la cuerda floja, encima de abismos y secretos.
Publicado en TEMBLOR Asidero Poético